domingo, 30 de enero de 2011

Chun-Li

Iba caminando por la Av. República de Panamá, al lado izquierdo de la vereda, contra las reglas de tránsito internacionales, y frente a mi ví a una chinita de mi edad caminando en dirección hacia mí. Me parecía conocida.

Me miró.  La miré. Me siguió mirando. La seguí mirando. Me di cuenta de que no la conocía.

Y luego empezó a mover los brazos como si fuera una cigüeña, una gaviota o algo por el estilo. De arriba a abajo, simultáneamente, en armonía asiática. Me sentí, por un momento, como un outsider en plena película de artes marciales contra la típica china atractiva con poca ropa haciendo la grulla.

Siguió caminando moviendo sus alas, y a masomenos dos metros de mí, dejó de moverlas, dejó de mirarme, y siguió de frente. 

sábado, 22 de enero de 2011

Pelota

Llegué a mi hogar un jueves por la tarde y no había nadie. La puerta estaba con llave, pero le habían dado dos vueltas en vez de las tres que usualmente le dan, lo que ya era bastante extraño. Entre y no escuché bulla, cosa que, viviendo con un perro y dos mujeres, es casi imposible. 

Cuando pasé junto a la puerta de mi cuarto, que estaba abierta, vi a mi perro mirando su pelota, que guardo en un estante alto. Al hacer contacto visual conmigo empezó a ladrar, y sus ladridos no son ladridos cualquiera. Otto es un perro chico, hijo de su hermana, con un ladrido característico, fuerte, agudo y grave a la vez, por lo que se siente como serruchos en los oídos. 

Ante el estruendo me seguí de largo; no le dí su pelota porque la utilizamos para condicionarlo para ir al baño en la calle, y se la damos sólo en ese caso. Me seguí de largo, entre al baño, me lavé la cara y las manos con jabón Dove (y me demoré como dos minutos en sacarme la crema de la piel), y Otto seguía ladrando. Le grité que se calle y no me hizo caso.

Regresé al marco de la puerta de mi cuarto, lo miré, le pegué en el hocico, dio un chillido agudo, y siguió ladrando. Le volví a decir que se callara, se sentó -pues hasta ese momento había estado parado, ansioso por su pelota- me miró, resopló como un caballo, movió la cabeza de lado a lado de manera desaprobatoria, tosió un par de veces, levantó una pata y la golpeó contra el piso, y dijo:

"Oye, no seas huevón. Dame la pelota de una vez. ¿Qué no te das cuenta de que no voy a dejar de ladrar si no me la das?"

Bueno, ante mi estupefacción, cogí mi mandíbula con la mano izquierda y me cerré la boca, mientras levantaba la otra mano para bajar la pelota de la repisa y dársela al perro. Se abalanzó sobre ella, se echó a morderla, y, como yo seguía ahí parado, levantó la pata para que le haga cosquillas.

martes, 18 de enero de 2011

Bastante selvático


Era Tarzán, aunque más George de la selva por incompetente. Sólo él y su taparrabo frente al mundo (bueno, en este caso, los otros animales). Un rey en su territorio. El detalle es que ahora no le quedaba otra que hacerse de todo lo que tenía en frente, al lado, arriba, abajo, etc, para protegerse de los cocos que le tiraban los otros monos desde las copas de los arboles más altos de la jungla. Dichos proyectiles generaban en sus extremidades un dolor punzante que ya por siglos interrumpía su apacible vida y la de sus causitas. Tenía que defender a la prole.

Técnica tenían los monos; escogían cocos duros y le daban justo en el lugar mas jodido. Esto era una especie de guerra vertical sin cuartel por la supervivencia de la especie. El dios Sol no estaba de su lado, se había ladeado con los monos peludos luego de la firma de un contrato; él les garantizaba seguridad, y ellos se encargaban de darle una buena vista erradicando, o por lo menos espantando, a la tribu de los Causitas de su tierra querida; lo cegaba con sus rayos de luz, dirigiéndolos como lanzas hacia sus ojos, mientras él corría por la selva, mirando hacia arriba, intentando alcanzar a sus adversarios. Su fiel compañero -Otto, el perro- corría junto a él; se trepaban a los arboles, caminaban sobre cadáveres, resbalaban en el musgo, saltaban en los sillones, se metían a los ascensores de los edificios, y mientras él intentaba noquear a los monos con su honda, Otto se los tragaba en bocanadas que nunca imaginé posibles.

Bueno, en verdad era yo, calato, parado en el escritorio de mi cuarto pegándole zapatazos a los mosquitos en el techo, desesperado por su zumbido insoportable, para evitar ser un mero pedazo de carne sangrienta y suculenta en la madrugada ante sus implacables probóscides, mientras Chicho se ponía en posiciones extrañas intentando masticar toritos que chapa en el aire como si fuera un cangrejo o un escorpión.

Malditos mosquitos de mierda del infierno from hell.

jueves, 6 de enero de 2011

Casas


Cuando me mudé de la casa en la que vivo actualmente para escapar (principalmente) de mi abuela, encontramos una hermosa casa en Barranco, con un alquiler extrañamente bajo, en la que nos establecimos. Vivimos ahí por masomenos un año para luego regresar a mi domicilio actual. La casa era excelente; grande, con techos y puertas altas, dos jardines, un columpio antiguo y un espacio para hacer parrilla bajo la sombra de un árbol de chirimoyas. En mi cuarto entraban mi cama, mi escritorio, mi batería y los otros 6 miembros de la Pancho Pepe Jazz Band en pleno ensayo. Tenía mi propio baño. Era espectacular.

Quedaba en la Calle Cajamarca -mi calle favorita de toda la vida- a dos casas de Los Reyes Rojos (por lo que los vecinos no se molestaban si ensayaba con Los Chobis), a dos cuadras del Toño y sus pansitos y a pasos de las casas de mis amigos de la infancia (porque viví por ahí desde los 8 hasta los 14). Caminar por esa calle, mirando el piso de mayólicas blancas y rojas intercaladas como un tablero de ajedrez, cubierto de flores naranjas, oyendo los pájaros cantar o el sonido del heladero, trae demasiados recuerdos de mi memoria.

Pero bueno, a lo largo de ese año se malogró una de las termas porque las instalaciones eléctricas no tenían mantenimiento desde hace años, descubrimos el hedor que emanaba de los armarios de la cocina, encontré un montón de desmonte en el techo de la casa (junto con otro montón de encendedores perdidos de los antiguos inquilinos), el falsotecho del pasadizo se llenó de nidos de palomas, que a su vez llenaron la casa de ácaros y plumas, porque la dueña no quería taparlo debidamente, y el piso de la sala empezó a supurar una especie de grasa que manchaba el tapizón que mi mamá mandó poner para tapar las mayólicas viejas.

Punta Sal tiene tres filas de casas. Nuestra casa era al final de la tercera fila; al lado izquierdo vivía un pescador en una casa originalmente blanca con un pórtico lleno de cajas y sogas y redes y maderas cuya pared estaba garabateada con números de teléfono y nombres en lapicero y cuyos interiores eran resguardados por un candadazo resplandeciente; al lado derecho sólo había desierto, maleza, lagartijas, algarrobos, cadáveres de palomas y otras aves y abrojos, unas semillitas redondas con dos espinas en ve que hicieron a todos mentarle la madre a alguien o a algo.

El contrato decía que teníamos 8 metros cúbicos de agua en la cisterna para todo el viaje, y que el resto iba por nuestra cuenta; para nuestra sorpresa, cuando llegamos vimos una piscina de esas cuadradas que se mantienen en pie por estructuras de tubos ya armada y llena hasta menos de la mitad. "Ahí hay tres litros", nos dijo Ángel Escalante. Nos quedaban cinco.

Llegamos pasado el medio día y teníamos mucha hambre; la hornilla grande demoró más de una hora en calentar una olla de agua para hacer fideos. En la noche la comida seguía caliente dentro de la pseudo-refrigeradora (luego de las más de tres horas que demoró el viaje del aeropuerto de Piura a Punta Sal). En la noche del primero de 8 días descubrimos que teníamos que sobrevivir los siguientes 7 días con poca agua, con una cocina que no calentaba y con una refrigeradora que no refrigeraba.

Esa misma noche llovió y no me enteré hasta el fin de nuestra estadía en la casa -el día que regresó Ángel Escalante y conchudamente nos quitó la mitad de la garantía a pesar de sus reiteradas faltas- que Rodrigo se mojó toda la noche por un gotero que había en su cuarto. Días después, el lavadero de uno de los cuartos, que estaba sujetado por dos uñas de metal oxidadas, le cayó en los pies a uno de nosotros cuando se apoyó en él mientras se lavaba los dientes; casi se le malogra el viaje. En ese mismo cuarto había un nido enorme de hormigas rojas aladas que salían en varias caravanas sin fin. Cómo se rompió la tubería con la caída del lavabo, tuvimos que cerrar la llave general del agua hasta que taponeamos ese tubo con una tapa de gaseosa con SoldiMix. Cuando abrimos la llave de nuevo recaímos en la existencia de un zumbido continuo, que era en realidad la bulla del vejestorio de motor de la cisterna que orgullosamente llevaba esta casa como equipamiento de último modelo. En mi cuarto encontramos una tarántula. Luego atrapé una lagartija y nos tomamos fotos como si fuera un tucán o el pajarraco de un pirata. Se la enseñé a la empleada (a quien contratamos interdiario para que deshiciera el desastre continuo) y salto de miedo diciendo que era de un tipo que no recuerdo que mordía y te podía matar. Seguimos jugando con ella. Nunca nos mordió.

Me volví adicto al Risk. Jugábamos Poker casi todos los días. Redescubrí lo maricones que todos pueden ser ante oscuridad y varias historias de terror. Había una señora que pasaba por la playa ofreciendo ceviche a diez lucas que primero probamos, y, ante el hecho de que los catadores sobrevivieron, le volvimos a pedir. Estaba rico. La noche del 31 alguien prendió una de las termas y voló el fusible. El pescador vecino terminó por regalarnos un pedazo de alambre de cobre (a ausencia de plomo) y por prestarnos un alicate, y cambiamos el plomo quemado de la caja de fusibles precariamente instalada parados en sillas de plástico con linternas de kerosene aún con nuestras ropadebaños puestas.

En la fiesta, pasadas las doce de la noche, me di cuenta de que el Año Nuevo es un momento preciso para plantearse nuevas metas, revisar lo que has hecho en el año, hacerte todas las críticas constructivas necesarias, y perfilarte para ser una mejor persona. Me di cuenta de todo esto sentado en la arena cuidando a un amigo que yacía echado durmiendo. Uno de nosotros me dijo: "Voy a dejar de ser tan mierda y prometo nunca más copiarme en un examen”; otro prometió dejar de hablar tantas huevadas. Mientras yo pensaba todas estas cosas, Alejandro Toledo estaba en la pista de baile con Eliane Karp junto a un amigo mío disfrutando de esa canción que dice "Si tú quieres bailar, sopa de caracol ¡EH!". De regreso a la casa no sentí el mismo miedo ni la tierra en la cara que sentí en la ida en mototaxi.

Yo tenía entendido que íbamos a permanecer en esa casa durante todo el viaje, pero resultó que el viaje era de 8 días y la casa la habíamos alquilado por 7 días. Y este fue el momento en el que este viaje pasó de ser un viaje planeado a una mochileada total. Antes de que llegue Ángel Escalante para recoger las llaves terminamos por usar la piscina para lavar los platos. Luego de sentirnos completamente estafados y de reprimir mis ganas de reventarle las llantas, enrumbamos en búsqueda de un hospedaje barato para pasar la última noche. Le dimos casi toda nuestra comida (que no se malogró, felizmente) al pescador vecino, al Señor Olivos, que resultó siendo de gran ayuda, pues se preocupaba por los 14 ineptos que estaban hospedados en la casa del costado.

Luego de caminar como turistas, a la vuelta de una esquina un señor extraño se dirigió a nosotros con, como referencia, un nombre que no correspondía a ninguno de nosotros. Imagínense a un cacique o un jefe de alguna tribu de la selva, así gordito y orgullosamente erguido. Ahora córtenle el pelo chiquito y agréguenle canas, un bluyín, una camisa suelta de tela shipiba, un bastón con un nativo de la selva tallado en el mango y sandalias. Luego me di cuenta de que tenía un cuchillo enfundado enganchado en la espalda, sujetado por su correa, y cuando le pregunté porqué me dijo que era "por motivos espirituales". Supuestamente nos habían recomendado, y después de conversar con nosotros, contarles nuestra Angelical aventura y demostrarle nuestras billeteras livianas, acordamos quedarnos ahí por doce china por cabeza. En el mismo hospedaje me encontré con una gringa de 23 años a la que ayudé a comprar un ron que no la vaya a matar que me dijo que se llamaba Aryan, “like the Aryan race”, que vivía en Utah, y que había venido “with my maan” a Perú porque siempre había querido visitar Sudamérica. Le pregunté si había ido a Máncora y me dijo que era “loco loco”. Comimos hamburguesas de pollo quemaditas y crocantes que rosticé en una parrilla artesanal al ras del suelo que prendí con carbón de inquilinos previos. El dueño del local ofrecía trips de Ayahuasca que obviamente ninguno de nosotros aceptó; además el primo de Marcelo nos había dejado un recado advirtiéndonos sobre eso.

Al día siguiente, la cereza en la torta fue lograr que la aeromosa, luego de un extenuante trabajo en equipo, nos dé una cajita de comida extra.

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