Teníamos que llegar a la casa de
esos señores japoneses que me contactaron hace masomenos un mes. La hija mayor,
la señorita Sumiko, fue mi contacto. Llevábamos ya como 3 horas en la
camioneta, sudando gotas del tamaño de los arándanos de las plantas que íbamos
a venderles, con bosque seco a un lado y bosque seco al otro, maleza por ahí,
maleza por allá, y uno que otro majestuoso algarrobo que hacía de mancha verde
en un paisaje prácticamente marrón. Increíble como de un momento a otro estas
tierras se están llenando de plantaciones. A mi lado, en el asiento del
copiloto, el ingeniero Horna, leyendo el tercero de los 5 periódicos que había
comprado para el viaje. Atrás, dormido a pesar del calcinante calor, el
ingeniero Bueno, a quien acabábamos de recoger de Chepén. El sol quemaba mis
manos despiadadamente y evaporaba los hilos de saliva que caían por el cachete
del dormilón del asiento de atrás.
El ingeniero Horna es un hombre
de unos 75 años, muy culto, que lee en cantidades industriales y es melómano
desde antes de poder caminar. Siempre sube al carro con discos diferentes. Hoy
tocó uno de Edith Piaf y uno de una música árabe alucinante. Siempre tiene algo
apropiado que decir. “En las Yakuzas del antiguo Japón”, me dijo, “el jefe no
habla”. Yo no sabía en qué nos estábamos metiendo.
Luego de 5 horas de viaje el
tramo cambió, pasamos una reja, y vi a lo lejos la construcción que
supuestamente debía ser nuestro destino. Llamé a Sumiko por celular y salió a
recibirnos; típica mujer japonesa de piel intacta que no te mira de frente a
los ojos. Nos dijo que los otros todavía estaban por llegar, y que si queríamos
podíamos ir a dar un paseo por el fundo.
* * *
Luego de recorrer 15 hectáreas de
cultivos de uva Red Globe, de haber visto todo el despliegue de tecnología y de
dinero que estos señores habían invertido en tremendo proyecto, y de haber
sudado probablemente el 20% de toda nuestra volemia, regresamos para ser
recibidos por Sumiko y una botella de Sprite al polo. Dios santo, la gaseosa
helada es una de las mejores cosas de la vida. Sumiko llamó a quien parecía ser
su hermano, y él se presentó diciendo que se llamaba Shigeru, pero que podíamos
decirle Julio. “Ingeniero Maldonado, vamos de una vez a oír su propuesta”, me
dijo, y a continuación caminamos por un espacio abierto que parecía un comedor,
y nos hizo pasar a la sala de reuniones.
Y bueno, la sala de reuniones
todavía no estaba lista. Estaba al centro del campamento, que por ser un
campamento de trabajo, estaba conformado por unidades que siempre cumplían más
de un propósito. Este era el cuarto más grande de todo el fundo. Al entrar
Sumiko estaba retirando cerca de 15 camas de tatami que estaban aún organizadas
en hileras en todo el cuarto; aparentemente toda la familia dormía ahí, como si
estuvieran en tiempos de guerra. Ese mismo espacio servía como sala de
reuniones cuando era necesario, sala de mando de todo el sistema eléctrico del
terreno (había una caja de fusibles gigante a la que me daba miedo acercarme),
y para mi sorpresa, estaba construido alrededor del pozo de agua que alimentaba
a toda la plantación; parte del piso de la habitación era la tapa, de la cual
salían dos tubos de gran calibre que corrían en línea recta por el centro de la
habitación y atravesaban la pared. Resulta que en lugares áridos como este, lo
más preciado es el agua (aunque para sea mí la gaseosa). Dejamos nuestras cosas
y poco a poco fueron entrando los miembros del clan.
En 2 minutos el cuarto se llenó
de gente. Parados frente a mí –que me sentía como Aureliano Buendía al comienzo de la novela– estaban
unos 15 Japoneses, todos con ropas viejas y sucias por el trabajo de campo,
serios, como robots. Impávidos. Mientras empezaba a hablar, uno a uno fueron
prendiendo sus cigarros, y a lo largo de toda la charla, que duro un poco más
de 2 horas de puro floro sobre la calidad de las plantas que nosotros vendemos
y las ventajas de comprarnos a nosotros, ninguno dejó de fumar; eran la más
viva definición de la palabra chainsmoker.
Sólo dos no lo hacían activamente: Sumiko, que supongo entendía los riesgos y
quería cuidar sus 25 años de juventud, y un señor llamado Saíto, el que se veía
más viejo de todos los del grupo, aunque en verdad sólo estaba demacrado por
tantos años de fumar que resultaron en el enfisema pulmonar que lo hacía toser cada cierto tiempo y que
evidentemente ahora no quería exacerbar. Todos parados, inmóviles, con sus cigarros
colgando del borde de sus labios y una nube gris que empezaba justo sobre la
cabeza del más alto, que creo era Shigeru alias Julio. Felizmente el viento
alejaba la nube de mí, pues creo que mi bobo no la habría soportado. Las
colillas colgaban de los cigarros que colgaban de sus bocas como las uvas cuelgan
de las millones de hileras de ramos que crecían allá afuera, en un desierto en
medio de la nada (aunque creo el término más exacto es “Bosque seco”), transformado
en un oasis por el esfuerzo de familias como ésta.
Y desde que llegamos hasta este
momento yo no sabía cuál era el jefe; para poder dirigir mi poder de venta debo
saber quién es el jefe. Durante mi charla, los únicos que hablaban además de mi
persona eran Sumiko y Julio. Los demás no decían ni pito, a las justas me
miraban, y el viejo Saito tosía con una tos de perro que se escuchaba hasta el
centro de los plantíos, espantando a todos los pájaros que intentaban –sin éxito–
comerse las uvas. (Parte del despliegue de capital incluía una malla anti-aves
que cubría íntegras las 15 hectáreas de plantaciones). Había una tía que
parecía un típico sensei de película de artes marciales, sólo que sin bigote y
sin la sonrisa. Los demás solo asentían, y asentían tan seguido que yo no sabía
si estaban asintiendo o si me estaban saludando repetidas veces.
10 minutos antes de que termine
de hablar, uno de los señores, el que estaba vestido con la ropa más vieja de
todos, se paró, cogió una escoba que estaba apoyada en una esquina, y se puso a
barrer. Yo no sabía qué estaba pasando, pero seguí hablando. Shigeru aka Julio
me hizo algunas preguntas acerca de por qué plantar arándanos era más rentable
que plantar uvas y que cuánto se demoran las plantas en empezar a dar frutos, y
las cifras y las estadísticas que les traje los dejaron bien contentos, a él y
a los demás, pero ningún otro dijo una palabra. Para este entonces calculaba
que cada uno debía haberse terminado mínimo 1 cajetilla, pero nunca los vi
cambiar de cigarro; nunca los vi prender otro.
Terminé y salimos a visitar el
fundo de al lado, a ver el del jefe. Me dijeron que tenía algo de 50 hectáreas
que eran sólo de su propiedad. Ante la carepalazo de los señores, no sabía si
iban a comprarnos o si nos iban a mandar de regreso a Trujillo. En eso un gato
se me acercó y empezó a ronronearme en la pierna.
“Aaaah gato sabe, gato sabe,”
dijo el señor que había estado barriendo, con una voz grave de japonés que está
masticando el castellano.
“Es que yo también tengo gato.”
“Gato pituco, lo traje de La Molina.
Sólo come comida cara”
“Bueno, yo recién estoy
aprendiendo a tratar a los gatos, pero son alucinantes”
Y fue entonces cuando el señor
dijo lo más alucinante que había escuchado en buen tiempo: “El gato busca a su
amo; tú no elijes ser amo del gato”. Me quedé pensando. Me sirvió otro vaso de
Sprite helada y me dijo: “Tome que debe estar sediento, hace calor ahí adentro.
El auto ya está esperando; tome y vayamos a ver mis tierras”.
Lima, Abril 2014