El último día del invierno, cuando se iba, Boreas, de un fuerte soplido helado, sacó al dios Zeus de una siesta profunda, quien despertó para ver frente a él a su sueño personificado en un último hijo, dormido y cansado, acostado de lado.
Le echó a ese mismo la culpa infundada de su reciente insomnia, acusándolo de robarle su somnolencia, y como castigo por tal atrevimiento, lo despojó de todo carácter divino.
Aburrido, olvidado, y desheredado de todos sus derechos olímpicos, sin nombre, y sin ninguna tarea que cumplir, se dedicó a dormir el sueño confiscado de su padre durante todo el verano. Estaba triste, pues le faltaba una madre, y yacía acurrucado en una nube esponjosa, alejada de todos (salvo de Hypnos, quien estaba orgulloso de las cualidades dormilonas del no-nombrado, por lo que lo nombró su ahijado favorito).
Seis meses inmóvil, triste en una esquina, descuidado por toda sirvienta divina, acumuló sobre él polvo, paja y mugre blanca en la cabellera que creció descontrolada desde su nacimiento, hasta que, el primer día de un nuevo invierno, volvió Boreas con su soplo eterno, y de frio se despertó el joven durmiente, sacudiendo su melena del blanco presente. Y de su pelo cayó a la tierra despacio, en el frío invernal, cubriendo todo espacio. La gente, ante el suceso no sabía qué hacer, resolviendo a sus casas entrar y desfallecer, triste ante el aislamiento y el realzado clima invernal.
Zeus, en el Olimpo, mirando hacia abajo, sorprendido por esa visión y por esa nueva invención, recordó no haber nombrado a su último hijo, y al ver la tristeza en la cara de los mortales, resolvió Quionatos nombrarlo ante tales.
Todo rima.
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