lunes, 18 de agosto de 2014

Constelación

Solo yo
Que hay tres lunares en tu rostro
Que se alinean como una constelacion,  
Que tienes una cicatriz bajo la nariz
Que la desalinea, igual que a la mía, y
Que hay una marca secreta en tu cuerpo
Que hice yo, con amor, sin querer.
Solo yo

martes, 24 de junio de 2014

Sprite al polo

Teníamos que llegar a la casa de esos señores japoneses que me contactaron hace masomenos un mes. La hija mayor, la señorita Sumiko, fue mi contacto. Llevábamos ya como 3 horas en la camioneta, sudando gotas del tamaño de los arándanos de las plantas que íbamos a venderles, con bosque seco a un lado y bosque seco al otro, maleza por ahí, maleza por allá, y uno que otro majestuoso algarrobo que hacía de mancha verde en un paisaje prácticamente marrón. Increíble como de un momento a otro estas tierras se están llenando de plantaciones. A mi lado, en el asiento del copiloto, el ingeniero Horna, leyendo el tercero de los 5 periódicos que había comprado para el viaje. Atrás, dormido a pesar del calcinante calor, el ingeniero Bueno, a quien acabábamos de recoger de Chepén. El sol quemaba mis manos despiadadamente y evaporaba los hilos de saliva que caían por el cachete del dormilón del asiento de atrás.

El ingeniero Horna es un hombre de unos 75 años, muy culto, que lee en cantidades industriales y es melómano desde antes de poder caminar. Siempre sube al carro con discos diferentes. Hoy tocó uno de Edith Piaf y uno de una música árabe alucinante. Siempre tiene algo apropiado que decir. “En las Yakuzas del antiguo Japón”, me dijo, “el jefe no habla”. Yo no sabía en qué nos estábamos metiendo.

Luego de 5 horas de viaje el tramo cambió, pasamos una reja, y vi a lo lejos la construcción que supuestamente debía ser nuestro destino. Llamé a Sumiko por celular y salió a recibirnos; típica mujer japonesa de piel intacta que no te mira de frente a los ojos. Nos dijo que los otros todavía estaban por llegar, y que si queríamos podíamos ir a dar un paseo por el fundo.

* * *

Luego de recorrer 15 hectáreas de cultivos de uva Red Globe, de haber visto todo el despliegue de tecnología y de dinero que estos señores habían invertido en tremendo proyecto, y de haber sudado probablemente el 20% de toda nuestra volemia, regresamos para ser recibidos por Sumiko y una botella de Sprite al polo. Dios santo, la gaseosa helada es una de las mejores cosas de la vida. Sumiko llamó a quien parecía ser su hermano, y él se presentó diciendo que se llamaba Shigeru, pero que podíamos decirle Julio. “Ingeniero Maldonado, vamos de una vez a oír su propuesta”, me dijo, y a continuación caminamos por un espacio abierto que parecía un comedor, y nos hizo pasar a la sala de reuniones.

Y bueno, la sala de reuniones todavía no estaba lista. Estaba al centro del campamento, que por ser un campamento de trabajo, estaba conformado por unidades que siempre cumplían más de un propósito. Este era el cuarto más grande de todo el fundo. Al entrar Sumiko estaba retirando cerca de 15 camas de tatami que estaban aún organizadas en hileras en todo el cuarto; aparentemente toda la familia dormía ahí, como si estuvieran en tiempos de guerra. Ese mismo espacio servía como sala de reuniones cuando era necesario, sala de mando de todo el sistema eléctrico del terreno (había una caja de fusibles gigante a la que me daba miedo acercarme), y para mi sorpresa, estaba construido alrededor del pozo de agua que alimentaba a toda la plantación; parte del piso de la habitación era la tapa, de la cual salían dos tubos de gran calibre que corrían en línea recta por el centro de la habitación y atravesaban la pared. Resulta que en lugares áridos como este, lo más preciado es el agua (aunque para sea mí la gaseosa). Dejamos nuestras cosas y poco a poco fueron entrando los miembros del clan.

En 2 minutos el cuarto se llenó de gente. Parados frente a mí –que me sentía como Aureliano  Buendía al comienzo de la novela– estaban unos 15 Japoneses, todos con ropas viejas y sucias por el trabajo de campo, serios, como robots. Impávidos. Mientras empezaba a hablar, uno a uno fueron prendiendo sus cigarros, y a lo largo de toda la charla, que duro un poco más de 2 horas de puro floro sobre la calidad de las plantas que nosotros vendemos y las ventajas de comprarnos a nosotros, ninguno dejó de fumar; eran la más viva definición de la palabra chainsmoker. Sólo dos no lo hacían activamente: Sumiko, que supongo entendía los riesgos y quería cuidar sus 25 años de juventud, y un señor llamado Saíto, el que se veía más viejo de todos los del grupo, aunque en verdad sólo estaba demacrado por tantos años de fumar que resultaron en el enfisema pulmonar  que lo hacía toser cada cierto tiempo y que evidentemente ahora no quería exacerbar.  Todos parados, inmóviles, con sus cigarros colgando del borde de sus labios y una nube gris que empezaba justo sobre la cabeza del más alto, que creo era Shigeru alias Julio. Felizmente el viento alejaba la nube de mí, pues creo que mi bobo no la habría soportado. Las colillas colgaban de los cigarros que colgaban de sus bocas como las uvas cuelgan de las millones de hileras de ramos que crecían allá afuera, en un desierto en medio de la nada (aunque creo el término más exacto es “Bosque seco”), transformado en un oasis por el esfuerzo de familias como ésta.

Y desde que llegamos hasta este momento yo no sabía cuál era el jefe; para poder dirigir mi poder de venta debo saber quién es el jefe. Durante mi charla, los únicos que hablaban además de mi persona eran Sumiko y Julio. Los demás no decían ni pito, a las justas me miraban, y el viejo Saito tosía con una tos de perro que se escuchaba hasta el centro de los plantíos, espantando a todos los pájaros que intentaban –sin éxito– comerse las uvas. (Parte del despliegue de capital incluía una malla anti-aves que cubría íntegras las 15 hectáreas de plantaciones). Había una tía que parecía un típico sensei de película de artes marciales, sólo que sin bigote y sin la sonrisa. Los demás solo asentían, y asentían tan seguido que yo no sabía si estaban asintiendo o si me estaban saludando repetidas veces.

10 minutos antes de que termine de hablar, uno de los señores, el que estaba vestido con la ropa más vieja de todos, se paró, cogió una escoba que estaba apoyada en una esquina, y se puso a barrer. Yo no sabía qué estaba pasando, pero seguí hablando. Shigeru aka Julio me hizo algunas preguntas acerca de por qué plantar arándanos era más rentable que plantar uvas y que cuánto se demoran las plantas en empezar a dar frutos, y las cifras y las estadísticas que les traje los dejaron bien contentos, a él y a los demás, pero ningún otro dijo una palabra. Para este entonces calculaba que cada uno debía haberse terminado mínimo 1 cajetilla, pero nunca los vi cambiar de cigarro; nunca los vi prender otro.

Terminé y salimos a visitar el fundo de al lado, a ver el del jefe. Me dijeron que tenía algo de 50 hectáreas que eran sólo de su propiedad. Ante la carepalazo de los señores, no sabía si iban a comprarnos o si nos iban a mandar de regreso a Trujillo. En eso un gato se me acercó y empezó a ronronearme en la pierna.

“Aaaah gato sabe, gato sabe,” dijo el señor que había estado barriendo, con una voz grave de japonés que está masticando el castellano.

“Es que yo también tengo gato.”

“Gato pituco, lo traje de La Molina. Sólo come comida cara”

“Bueno, yo recién estoy aprendiendo a tratar a los gatos, pero son alucinantes”


Y fue entonces cuando el señor dijo lo más alucinante que había escuchado en buen tiempo: “El gato busca a su amo; tú no elijes ser amo del gato”. Me quedé pensando. Me sirvió otro vaso de Sprite helada y me dijo: “Tome que debe estar sediento, hace calor ahí adentro. El auto ya está esperando; tome y vayamos a ver mis tierras”.

Lima, Abril 2014

Zanahorias


Franca estaba recién aprendiendo a leer, pero ya se había leído como 1/5 de la colección de Todo Mafalda. Y le encantaba Mafalda. Y quería ser como ella. No tan inquisidora, pero si inteligente y perspicaz y al mismo tiempo inocente. Con un poquito del maternalismo de Susanita, pero en principio como Mafalda.

Entonces, cuando su mamá o su papá le servían la comida, como a Mafalda no le gustaba la sopa, Franca quería copiar también eso. El problema es que sí le gustaba la sopa (especialmente la que hacía su abuela). Pero no la ensalada. Por ende, cada almuerzo era un martirio para sus padres o su hermano o su abuela o quien sea que le fuese a dar la comida porque no se quería comer la ensalada. Y la jornada terminaba durando por lo menos dos horas mientras se comía, poco a poco, cada pedazo de zanahoria o pepino o beterraga. (Con el choclo no hacía problema porque amaba el ceviche).

Su hermano mayor tenía ya unos 15 años en esa época, y a veces tenía la ardua tarea de darle de comer a su hermana, especialmente los fines de semana. Entonces, entre que él estaba apurado para acabar su tarea e irse con sus amigos y ella no comía la ensalada y la hacía larga como la Historia del Gallo Capón, tuvo que ideárselas para lograr que su hermana termine rápido el plato.

Intentó chantajearla con dulces y decirle que le regalaría más muñecas en su cumpleaños, pero nada funcionó. Incluso una vez mezcló las verduras con el guiso o el arroz para que pasen caleta, pero ella era inteligente y se dio cuenta.   

Todo fue un martirio hasta que un día su hermana le preguntó algo sobre rayos X que había leído en una de sus tiras favoritas, y a él se le ocurrió una genial idea.

Las zanahorias tienen mucha Vitamina A, la vitamina para los ojos. Si te comes 10 zanahorias seguidas tendrás visión de Rayos X por 10 segundos.

Y ese fue el día en que la relación de Franca con las verduras crudas cambió por completo. Inicialmente sólo comía zanahoria y sus padres, al darse cuenta de eso, empezaron a hacer mucha ensalada de zanahoria rayada con cantidades pequeñas de las otras verduras, que poco a poco fueron incrementando hasta llegar a las proporciones normales. Se comía la zanahoria volando, y al no ver el resultado esperado le decía a su hermano, quien respondía que se había demorado mucho, y así la próxima vez ella comía un poquitito más rápido. Luego él le dijo que la zanahoria necesitaba de sus otras amigas para que la Vitamina A funcione, y ella poco a poco fue agarrándole el gusto a la lechuga, el tomate, y el rabanito (aunque nunca le gustó la palta).

Y bueno, como era de esperarse, Franca nunca tuvo visión de Rayos X, ni nada por el estilo, pero siempre tuvo la habilidad de mirar adentro de las personas y notar como eran verdaderamente, y hasta ahora sigue pensando que fue gracias a las zanahorias. 

Lima, Junio 2014

jueves, 22 de mayo de 2014

Piyamas

Entonces, en este mundo las personas viven en piyama. Cada vez que nace un bebe, sus padres lo visten inmediatamente en piyamas blancas, y les pegan las mangas de arriba y de abajo a sus muñecas y tobillos con células madre de sus cordones umbilicales. Y viven así, en piyama, hasta el fin de sus vidas.

Unas piyamas bien chéveres las suyas; crecen con ellos, se ensanchan si engordan, se encojen si adelgazan, se limpian solas -porque sino no sería el mundo de las piyamas, sino el mundo de los cochinasos-, y, sobre todo, cambian de color.

Y estos cambios de color no son extemporaneos ni aleatorios; son a drede y especialmente peculiares por una detalle: cambian de color dependiendo de la personalidad del usuario, y de como cambia desde su infancia hasta su madurez adulta.

Se pueden imaginar un mundo donde las personas usan piyama todo el día, y las personas alegres y buenas tienen piyamas de colores alegres y bonitos, y las personas amargadas y malas tienen piyamas de colores amargos y feos. Y no sólo caminan por ahí con sus piyamas de colores, sino se agrupan, se aglomeran, en bloques de colores similares, pues a las personas buenas les gusta estar con más personas buenas, y, en este mundo, ¿qué mejor manera de asegurarse de que estás con quien quieres estar que mirando los colores de sus piyamas?

Ahora, los colores dependen de la personalidad y no del caracter, pues el caracter es hereditario, y mucho más divertido -y útil- es clasificar a las personas por su forma de ser, que por su patrimonio.

Entonces, en un sitio público como una cafetería, puedes ver en la esquina a las piyamas más oscuras planeando sus siguientes fechorias, y a las piyamas más alegres riendo y disfrutando de la vida piyamezca -la naturaleza de su etnia les facilita la vida-. En la cola de la comida todas las personas evitan a la señora que sirve con piyama color caca y prefieren mil veces a la que tiene piyama blanca con puntitos rojos, como la ropa de la negrita del comercial ese de mazamorra.

Lima, Septiembre 2010

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